Cuenta la leyenda que desde que Gabriel y Norma se
conocieron surgió uno de los amores más hermosos y profundos que pudiera haber
en Caripito, localidad ubicada en el oriente venezolano.
Estamos a principios del siglo XX, cuando Venezuela, aún agraria,
se caracterizaba, entre otros aspectos, por la producción y exportación de cacao
y café.
A finales del período colonial, Venezuela exportaba una ínfima
parte de toda su producción agrícola. El cacao estaba en primer lugar, pero paulatinamente
fue desplazado de ese puesto por el café, para convertirse en el artículo principal
del comercio exterior venezolano hasta 1926 cuando definitivamente fue superado
por el petróleo.
A partir de 1840 las exportaciones del aromático grano se
incrementaban al ritmo del crecimiento de la ciudadanía. Las de cacao subían lentamente.
Las de cuero y ganado, por su parte, permanecieron al mismo nivel y para el momento
histórico los rubros más importantes, en este orden eran el café, el cacao, algodón,
ganado en pie y cuero.
Norma vivía rodeada de muchas comodidades y excelsa
servidumbre, porque su esposo trabajaba con mucha dedicación en los cacaotales
y cafetales que le proveían excelentes ingresos.
A medida que se intensificaba el amor entre Gabriel y
Norma, la ternura se incrementó de tal manera que sin darse cuenta olvidaron
sus respectivos nombres de pila y comenzaron a llamarse entre sí «mi amor».
Cuando Gabriel se dirigía a Norma le decía: «Mi amor, ¿quieres esto o aquello?»,
y ella le respondía: «No, mi amor, quiero esto otro». «Mi amor, ¿a dónde
quieres viajar este año?», y ella le contestaba: «Ay, mi amor, me encantaría ir
a la capital por nuevos géneros». Y él la complacía con todo su amor.
Un buen día Josefa, la criada número uno, jefa de la
servidumbre, tuvo una bebé a quien llamaron Rosalinda, hermosa niña que siempre
supo sus límites como hija de doméstica, aunque muy feliz porque material y
sentimentalmente siempre lo tuvo todo.
Rosalinda creció escuchando los nombres de sus amos: «mi
amor», y un buen día, cuando llegó la hora de la cena, expresó
en voz alta y delante de la ama: «Voy a servir la mesa, ya ‘mi amor’ debe venir
en camino». Cuando Norma escuchó aquello se encolerizó de tal forma que le
espetó: «Y ¿por qué llamas tú ‘mi amor’ con tanta familiaridad a mi esposo?
¿Quién te ha dado esa confianza?».
Rosalinda, muy asustada y con los ojos desorbitados, se
quedó paralizada y no supo qué contestar. Entonces Norma, con todo el dolor de
su alma, expresó: «Hasta hoy trabajas en mi casa. Tu madre y tú tendrán que
marcharse mañana a primera hora. No se hable más del asunto». Y así lo hicieron
el capataz, padre de la criatura, Josefa y su hija Rosalinda.
La vida había bendecido a la pareja con cuatro hijos: dos
varones y dos hembras, y siempre vivieron muy felices hasta el fallecimiento de
«mi amor», cuya habitación fue convertida por ella en una fototeca con imágenes
de la familia.
Solía decir Norma que «mi amor» la visitaba casi todas
las noches en ese salón y le daba masajitos en los pies. Y así, con esta
leyenda al cabo de un año partió Norma a reunirse con Gabriel, el gran amor de
su vida.