Cuenta la leyenda que por allá por la década
de los 30 del siglo XX había una mujer muy bella, que traía de cabeza a los
caballeros casaderos del pueblo.
Era nativa de Altagracia de Orituco,
localidad inicialmente indígena de doctrina cuyo terreno fue adjudicado para
reubicar a un grupo de la nación de guaiqueríes, en 1694, y la concesión del
territorio fue efectuada en el Valle de San Miguel de Orituco por mandato del
entonces gobernador de Venezuela, don Francisco de Berroterán, para luego
llamarse Altagracia de Orituco, en el estado Guárico.
Benigna era la número cinco de siete hermanas
cuyos padres, en la búsqueda del varón heredero, se habían llenado de niñitas
traviesas, pero muy lindas y señoritongas. Florentino, por su parte, era el
tercer hijo del primer matrimonio de Carlos Campoelías, terrateniente de
Altagracia.
Florentino se enamoró locamente de Benigna y
ella le correspondió de la misma manera, y lograron celebrar una de las más
hermosas bodas del lugar. Y así pasó el tiempo entre mimos, complacencias,
tolerancias, condescendencias y regalos, y con el transcurrir de los meses Dios
los bendijo con el advenimiento de dos hijos: varón y hembra.
Mientras que Benigna estaba en casa, criando
a sus hijos, rodeada de plantas ornamentales y frutales, comodidades de toda
clase y una fiel servidumbre, Florentino viajaba por los Llanos en su comercio
de ganado y otras mercancías.
Un buen día en Altagracia de Orituco se
presentó Alfredo, primo de Benigna, hombre apuesto y simpático, 20 años más
joven que ella. Alfredo se instaló por un buen período en casa de su pariente
y, ante las frecuentes ausencias de Florentino, entre Benigna y Alfredo surgió
un amor tan borrascoso que un día decidieron partir juntos, y sin despedirse de
nadie, a la capital venezolana y llegaron a casa de unos lejanos parientes de
él por la rama de su madre.
Esta fuga generó el rechazo de la sociedad y principalmente
de los dilectos hijos hacia Benigna, pero ella hizo caso omiso y, aunque vivió
feliz, fue por un lapso muy corto.
Era la época del dictador Marcos Pérez Jiménez y Alfredo militaba en el más importante
partido de oposición del momento. Al poco tiempo, en pleno saboreo de su luna
de miel, tuvo que huir porque era un perseguido de la Dirección de Seguridad Nacional, cuerpo represivo del Estado durante la
dictadura de los años 50 del siglo XX en Venezuela.
Alfredo dejó a Benigna al cuidado de su
familia materna, pero con el devenir de los meses, y al verse sola y sin
dinero, ni corta ni perezosa decidió escribirle a su esposo, Florentino, para
pedirle ayuda y este, noblemente, la mandó a buscar y la instaló en una de sus
mejores haciendas de Altagracia, rodeada de servidumbre, dinero y cuantas
prebendas pueda haber en este reino; hasta mandó a fabricar un caney para que
su amada no sintiera las inclemencias del clima porque el calor azotaba en
demasía a esos predios.
Pero el amor, ¡ay! el amor: una tarde Alfredo
se presentó una vez más en búsqueda de su amada y volvieron a marcharse lejos
lo cual mató de dolor a Florentino, quien no aguantó otro desdén y falleció a
los meses.
Al enviudar, Benigna esperó un buen rato y
casó con Alfredo y, sin ambages, pusieron como residencia la otrora localidad
indígena de doctrina.
Con el tiempo Benigna tuvo dos hijos más, pero cuenta la leyenda que Carmencita, su mucama más cercana y mujer del capataz,
los había parido, y que Benigna los crió como suyos y de Alfredo, quien posteriormente
padeció de una terrible enfermedad y falleció.
Más tarde su amada siguió a su adorado
esposo, perdonada por sus hijos legítimos y por la comunidad que fue
considerada nación de guaiqueríes en época de la conquista.
Rayza E. González R.
correctordetextos2009.blogspot.com
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