sábado, 10 de septiembre de 2016

Benigna y Alfredo


Cuenta la leyenda que por allá por la década de los 30 del siglo XX había una mujer muy bella, que traía de cabeza a los caballeros casaderos del pueblo.
Era nativa de Altagracia de Orituco, localidad inicialmente indígena de doctrina cuyo terreno fue adjudicado para reubicar a un grupo de la nación de guaiqueríes, en 1694, y la concesión del territorio fue efectuada en el Valle de San Miguel de Orituco por mandato del entonces gobernador de Venezuela, don Francisco de Berroterán, para luego llamarse Altagracia de Orituco, en el estado Guárico.
Benigna era la número cinco de siete hermanas cuyos padres, en la búsqueda del varón heredero, se habían llenado de niñitas traviesas, pero muy lindas y señoritongas. Florentino, por su parte, era el tercer hijo del primer matrimonio de Carlos Campoelías, terrateniente de Altagracia.
Florentino se enamoró locamente de Benigna y ella le correspondió de la misma manera, y lograron celebrar una de las más hermosas bodas del lugar. Y así pasó el tiempo entre mimos, complacencias, tolerancias, condescendencias y regalos, y con el transcurrir de los meses Dios los bendijo con el advenimiento de dos hijos: varón y hembra.
Mientras que Benigna estaba en casa, criando a sus hijos, rodeada de plantas ornamentales y frutales, comodidades de toda clase y una fiel servidumbre, Florentino viajaba por los Llanos en su comercio de ganado y otras mercancías.
Un buen día en Altagracia de Orituco se presentó Alfredo, primo de Benigna, hombre apuesto y simpático, 20 años más joven que ella. Alfredo se instaló por un buen período en casa de su pariente y, ante las frecuentes ausencias de Florentino, entre Benigna y Alfredo surgió un amor tan borrascoso que un día decidieron partir juntos, y sin despedirse de nadie, a la capital venezolana y llegaron a casa de unos lejanos parientes de él por la rama de su madre.
Esta fuga generó el rechazo de la sociedad y principalmente de los dilectos hijos hacia Benigna, pero ella hizo caso omiso y, aunque vivió feliz, fue por un lapso muy corto.
Era la época del dictador Marcos Pérez Jiménez y Alfredo militaba en el más importante partido de oposición del momento. Al poco tiempo, en pleno saboreo de su luna de miel, tuvo que huir porque era un perseguido de la Dirección de Seguridad Nacional, cuerpo represivo del Estado durante la dictadura de los años 50 del siglo XX en Venezuela.
Alfredo dejó a Benigna al cuidado de su familia materna, pero con el devenir de los meses, y al verse sola y sin dinero, ni corta ni perezosa decidió escribirle a su esposo, Florentino, para pedirle ayuda y este, noblemente, la mandó a buscar y la instaló en una de sus mejores haciendas de Altagracia, rodeada de servidumbre, dinero y cuantas prebendas pueda haber en este reino; hasta mandó a fabricar un caney para que su amada no sintiera las inclemencias del clima porque el calor azotaba en demasía a esos predios.
Pero el amor, ¡ay! el amor: una tarde Alfredo se presentó una vez más en búsqueda de su amada y volvieron a marcharse lejos lo cual mató de dolor a Florentino, quien no aguantó otro desdén y falleció a los meses.
Al enviudar, Benigna esperó un buen rato y casó con Alfredo y, sin ambages, pusieron como residencia la otrora localidad indígena de doctrina.
Con el tiempo Benigna tuvo dos hijos más, pero cuenta la leyenda que Carmencita, su mucama más cercana y mujer del capataz, los había parido, y que Benigna los crió como suyos y de Alfredo, quien posteriormente padeció de una terrible enfermedad y falleció.
Más tarde su amada siguió a su adorado esposo, perdonada por sus hijos legítimos y por la comunidad que fue considerada nación de guaiqueríes en época de la conquista.
Rayza E. González R.
correctordetextos2009.blogspot.com

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