miércoles, 28 de septiembre de 2016

Gabriel y Norma





Cuenta la leyenda que desde que Gabriel y Norma se conocieron surgió uno de los amores más hermosos y profundos que pudiera haber en Caripito, localidad ubicada en el oriente venezolano.
Estamos a principios del siglo XX, cuando Venezuela, aún agraria, se caracterizaba, entre otros aspectos, por la producción y exportación de cacao y café.
A finales del período colonial, Venezuela exportaba una ínfima parte de toda su producción agrícola. El cacao estaba en primer lugar, pero paulatinamente fue desplazado de ese puesto por el café, para convertirse en el artículo principal del comercio exterior venezolano hasta 1926 cuando definitivamente fue superado por el petróleo.
A partir de 1840 las exportaciones del aromático grano se incrementaban al ritmo del crecimiento de la ciudadanía. Las de cacao subían lentamente. Las de cuero y ganado, por su parte, permanecieron al mismo nivel y para el momento histórico los rubros más importantes, en este orden eran el café, el cacao, algodón, ganado en pie y cuero.
Norma vivía rodeada de muchas comodidades y excelsa servidumbre, porque su esposo trabajaba con mucha dedicación en los cacaotales y cafetales que le proveían excelentes ingresos.
A medida que se intensificaba el amor entre Gabriel y Norma, la ternura se incrementó de tal manera que sin darse cuenta olvidaron sus respectivos nombres de pila y comenzaron a llamarse entre sí «mi amor». Cuando Gabriel se dirigía a Norma le decía: «Mi amor, ¿quieres esto o aquello?», y ella le respondía: «No, mi amor, quiero esto otro». «Mi amor, ¿a dónde quieres viajar este año?», y ella le contestaba: «Ay, mi amor, me encantaría ir a la capital por nuevos géneros». Y él la complacía con todo su amor.
Un buen día Josefa, la criada número uno, jefa de la servidumbre, tuvo una bebé a quien llamaron Rosalinda, hermosa niña que siempre supo sus límites como hija de doméstica, aunque muy feliz porque material y sentimentalmente siempre lo tuvo todo.
Rosalinda creció escuchando los nombres de sus amos: «mi amor», y un buen día, cuando llegó la hora de la cena, expresó en voz alta y delante de la ama: «Voy a servir la mesa, ya ‘mi amor’ debe venir en camino». Cuando Norma escuchó aquello se encolerizó de tal forma que le espetó: «Y ¿por qué llamas tú ‘mi amor’ con tanta familiaridad a mi esposo? ¿Quién te ha dado esa confianza?».
Rosalinda, muy asustada y con los ojos desorbitados, se quedó paralizada y no supo qué contestar. Entonces Norma, con todo el dolor de su alma, expresó: «Hasta hoy trabajas en mi casa. Tu madre y tú tendrán que marcharse mañana a primera hora. No se hable más del asunto». Y así lo hicieron el capataz, padre de la criatura, Josefa y su hija Rosalinda.
La vida había bendecido a la pareja con cuatro hijos: dos varones y dos hembras, y siempre vivieron muy felices hasta el fallecimiento de «mi amor», cuya habitación fue convertida por ella en una fototeca con imágenes de la familia.
Solía decir Norma que «mi amor» la visitaba casi todas las noches en ese salón y le daba masajitos en los pies. Y así, con esta leyenda al cabo de un año partió Norma a reunirse con Gabriel, el gran amor de su vida.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Chirimena, tierra de fulía, tambor y “tarraya”

¿Qué determina que a alguien le guste o no un lugar? En mi opinión, su gente, sus historias, sus leyendas...
Henry Bonaldis, cultor del pueblo, negro de pura cepa, de risa fácil, y orgulloso de su raza y de su gentilicio, nos brindó las horas más divinas en su pueblo natal, Chirimena, donde los pelícanos vuelan en perfecta formación hacia el este, paralelos a la playa, a eso de las cuatro de la tarde.
 Cuenta la leyenda que eso indica que la faena de pesca será fructífera; si por el contrario vuelan por detrás de la montaña que bordea la orilla, ya los faenadores deben tomar sus precauciones porque la pesca no será muy buena. Henry relató que las bandadas desfilan en la mañana de este a oeste, quién sabe a dónde, y ya a eso de las 4-5 de la tarde regresan en dirección contraria, también quién sabe a dónde.
A 130 kilómetros de Caracas se encuentra esta comunidad costera ubicada en el municipio Brión, en el estado Miranda
 Como buen conocedor del terruño que lo vio nacer, Henry nos hizo una gira a pie por el casco central;
estuvimos en la iglesia Nuestra Señora de la Virgen del Valle de Chirimena, muy sencillita, por cierto, y muy pulcra.

En Chirimena no hay liceos, solo primaria en una Escuela Municipal. Para estudiar bachillerato la muchachada viaja diariamente a Higuerote.

 La Piedra de Dormir es otra de las atracciones de la localidad. Es un peñón de roca adornado con un «copetico de ramas» de lo más bucólico y de lo más curioso porque, tratándose de una base rocosa que debería ser estéril, es casi incomprensible que crezca una planta en ella. Pero así son los misterios de vida.
Cuenta la leyenda que la piedra recibe ese nombre porque había un vecino de la comunidad que se trepaba a la cima para dormir cómodamente; es decir, ese era su lecho, no tenía casa; su hogar era todo el pueblo. ¡Qué maravilla!, cuán grande ese hogar.
En Chirimena veneran a su patrona, La Cruz, desde el 1° hasta el 31 de mayo, ambas fechas inclusive. Durante ese mes los moradores adornan la Cruz con hermosas flores, hacen procesión, y tocan y bailan tambor, y toda la población colabora económicamente para la celebración de estas fiestas.
Conocimos a doña Chucha, de inmejorable amabilidad y la mejor fabricante de guarapitas, o guarapas de sabores varios: fresa, parchita, guanábana, mora y, de verdad, muy ricas y sustanciosas.
 Para finalizar Henry Bonaldis nos dijo enfáticamente que quien maneja el arte de la pesca con la «atarraya» se le conoce como «¡tarrayero!», luego de darnos una clase magistral, teoría y práctica, sobre cómo usar tan maravillosa herramienta de pesca.
Henry Bonaldis, a la derecha, en plena clase

Rayza E. González R.
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La breve desaparición de Gaspar

Pedroluis y Tammy constituyen una pareja muy bien avenida, son amantes de la naturaleza, de los animales, les encanta la vida sana y él cocina rico porque es chef, profesión que ejerce con muchísima pasión.
Entre ambos materialmente lo han logrado todo a punta de esfuerzo y trabajo, y sus vidas la comparten con Gaspar y Rosita, que se encarga diariamente de todos los quehaceres del hogar y que también se comporta de una manera muy eficiente.
Como todos los días, Pedroluis y Tammy partieron para sus respectivos trabajos y, como siempre, dejaron a Gaspar con Rosita.
En la tarde él pasó a recoger a su esposa a su trabajo y llegaron juntos al apartamento. Cuando abrieron la puerta ni Rosita ni Gaspar salieron en señal de saludo a la pareja, que súbitamente y, con mucha razón, se llenó de pánico.
Entraron en desesperación y comenzaron a dar alaridos llamándolos a ambos, y al darse cuenta de que no estaban se volvieron como locos porque había una orden de no salir hasta que los esposos llegaran a casa. Pensaron en secuestro, en robo, cualquier barbaridad les pasó por sus cabezas, y no atinaban a concluir en nada objetivo.
De pronto, Tammy reflexionó y llamó a la cordura, y se le ocurrió comunicarse con su madre por teléfono.
—Aló, mamá, ¿por casualidad Rosita y Gaspar andan por allá?
—No, hija, ¿por qué? ¿Qué pasa? ¡No me asustes!
—¡Ay!, mami, Pedroluis y yo acabamos de llegar, y no están en la casa. Y mi papá, ¿dónde anda? —preguntó Tammy angustiadísima.
—Se fue esta mañana a Maracay, como a las nueve, a casa de tu tío. —Respondía la madre visiblemente agitada.
—Entonces, ¡ya lo llamo! —Y colgó el auricular, sumamente nerviosa.
Tammy, de inmediato, llama al celular de su papá y ¡sorpresa! Un móvil repica en el mesón de la cocina y otra vez la pareja entra en pánico. Al parecer Juan José, el papá, había estado en casa de los esposos —tenía llaves auxiliares por alguna eventualidad— y dedujeron que, en el mejor de los casos, se había llevado a Rosita y a Gaspar.
Rauda y veloz marcó el número del tío y al preguntarle por los extraviados, el pariente respondió:
—De Rosita no sé, pero Gaspar está feliz retozando en el patio de la casa.
—¡Uff!, gracias, tío... ¡Qué susto nos hemos llevado! Dile a mi papá que me lo cuide mucho y que no se venga tan tarde, y que aquí hablaremos seriamente. ¡Adiós!
       Tammy se dejó caer en una poltrona, mientras su esposo la acariciaba cariñoso para terminar de calmarla.
Unas horas más tarde llegó Juan José con Gaspar, dilecta mascota puddle de 5 años de edad, uno de los grandes amores de Pedroluis y Tammy.
Como era día viernes la pareja olvidó que Rosita se había ido de fin de semana a casa de sus padres, y para que Gaspar no se quedara solo Juan José lo buscó en la mañana y se lo llevó de paseo.
Rayza E. González R.
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domingo, 11 de septiembre de 2016

La conseja del Páez ignorante

Difícilmente se encuentra una nación con historia más rica en hechos que Venezuela. Y así lo decimos porque no se puede escribir, ni siquiera hablar de acontecimientos históricos en el continente, sin mencionar a nuestro país o a algunos de sus hijos. Bolívar, Miranda, Sucre, Bello y muchos otros fueron los grandes protagonistas. 
Pero más abundantes que la historia real venezolana son sus consejas, sobre las que estaremos escribiendo en este espacio.
Al general José Antonio Páez, aún y con la defenestración que se le ha intentado hacer en los últimos años, se le conoce como el más aguerrido de los héroes de la Independencia, pero también, como conseja, como el más iletrado. Una enorme cantidad de chistes ha circulado al respecto durante muchos años, en los que ha sido señalado en contradicción con un Bolívar cultísimo.
Nada de la ignorancia de Páez es cierta. Si bien de niño recibió una elemental enseñanza a punta de azotes de su maestra Gregoria Díaz, su natural inteligencia y curiosidad lo autoformaron. Al relacionarse con Bárbara Nieves, su compañera de vida por largos años, Páez se «culturizó», adquirió buenos modales, aprendió idiomas, llegó, si no a escribir, a dictar su biografía para la publicación de textos, tocaba el violín, cantaba y hasta actuaba en óperas en representaciones hogareñas. Y como gobernante fue quien hizo posible la creación de un país llamado Venezuela.
Entonces, ¿por qué esa imagen del Páez ignorantón?
Quizás porque el bajo pueblo se compenetró con él. Bolívar nunca tuvo ese rapport, esa identificación. El Libertador jamás proyectó una imagen de pertenecer a la masa. No podía hacerlo. Era un aristócrata de cuna y de principios, por más democrático que se vistiera. La masa lo admiraba, llegó a idolatrarlo más como a una figura lejana, como a un semidiós. Páez, en cambio, venía del pueblo mismo; era uno más de ellos, que había podido levantarse desde la nada. Y como parte de un pueblo inculto también tenía que compartir la ignorancia.
Todo lo anterior viene a colación por la conseja de la orden que dio Páez en la batalla de la Mata del Herradero, más conocida como las Queseras del Medio, en la que con 150 hombres se enfrentó a los 1.500 de la caballería del general español Pablo Morillo. Después de dar una carga hizo retroceder a sus lanceros en aparente huida para ordenar que giraran y sorprender al enemigo que estaba en su persecución. La orden que dio a viva voz fue aquella de ¡¡¡Vuelvan Caras!!! Pero muchos venezolanos piensan, dicen y han repetido incesantemente que esa es la versión edulcorada; que realmente lo que gritó fue ¡¡¡Vuelvan, carajo!!!, porque el uso de esa palabrota va más con la imagen del Páez del pueblo.
Mas no fue así. La maniobra táctica de falsa retirada para retomar el ataque por sorpresa ha sido usada por los militares desde tiempos tan remotos como los de Alejandro Magno. Por otra parte, las voces de mando tienen que ser siempre las mismas, claras e inteligibles por la tropa.
Páez, que también fue autodidacta en la guerra, ya había utilizado esa maniobra en otros encuentros de menor consideración. Órdenes como retirada, pasitrote y vuelvan caras fueron las que uso en la Queseras y las que le dieron el triunfo glorioso de esa ocasión. Pero es más popular pensar, o creer, que dijo: ¡Vuelvan, carajo! que ¡Vuelvan caras! Es más venezolano.

Como diría Óscar Yanes: «Así son las cosas»


Roberto Sánchez Hernández
Profesor e historiador
preguntamedehistoria@gmail.com

sábado, 10 de septiembre de 2016

Benigna y Alfredo


Cuenta la leyenda que por allá por la década de los 30 del siglo XX había una mujer muy bella, que traía de cabeza a los caballeros casaderos del pueblo.
Era nativa de Altagracia de Orituco, localidad inicialmente indígena de doctrina cuyo terreno fue adjudicado para reubicar a un grupo de la nación de guaiqueríes, en 1694, y la concesión del territorio fue efectuada en el Valle de San Miguel de Orituco por mandato del entonces gobernador de Venezuela, don Francisco de Berroterán, para luego llamarse Altagracia de Orituco, en el estado Guárico.
Benigna era la número cinco de siete hermanas cuyos padres, en la búsqueda del varón heredero, se habían llenado de niñitas traviesas, pero muy lindas y señoritongas. Florentino, por su parte, era el tercer hijo del primer matrimonio de Carlos Campoelías, terrateniente de Altagracia.
Florentino se enamoró locamente de Benigna y ella le correspondió de la misma manera, y lograron celebrar una de las más hermosas bodas del lugar. Y así pasó el tiempo entre mimos, complacencias, tolerancias, condescendencias y regalos, y con el transcurrir de los meses Dios los bendijo con el advenimiento de dos hijos: varón y hembra.
Mientras que Benigna estaba en casa, criando a sus hijos, rodeada de plantas ornamentales y frutales, comodidades de toda clase y una fiel servidumbre, Florentino viajaba por los Llanos en su comercio de ganado y otras mercancías.
Un buen día en Altagracia de Orituco se presentó Alfredo, primo de Benigna, hombre apuesto y simpático, 20 años más joven que ella. Alfredo se instaló por un buen período en casa de su pariente y, ante las frecuentes ausencias de Florentino, entre Benigna y Alfredo surgió un amor tan borrascoso que un día decidieron partir juntos, y sin despedirse de nadie, a la capital venezolana y llegaron a casa de unos lejanos parientes de él por la rama de su madre.
Esta fuga generó el rechazo de la sociedad y principalmente de los dilectos hijos hacia Benigna, pero ella hizo caso omiso y, aunque vivió feliz, fue por un lapso muy corto.
Era la época del dictador Marcos Pérez Jiménez y Alfredo militaba en el más importante partido de oposición del momento. Al poco tiempo, en pleno saboreo de su luna de miel, tuvo que huir porque era un perseguido de la Dirección de Seguridad Nacional, cuerpo represivo del Estado durante la dictadura de los años 50 del siglo XX en Venezuela.
Alfredo dejó a Benigna al cuidado de su familia materna, pero con el devenir de los meses, y al verse sola y sin dinero, ni corta ni perezosa decidió escribirle a su esposo, Florentino, para pedirle ayuda y este, noblemente, la mandó a buscar y la instaló en una de sus mejores haciendas de Altagracia, rodeada de servidumbre, dinero y cuantas prebendas pueda haber en este reino; hasta mandó a fabricar un caney para que su amada no sintiera las inclemencias del clima porque el calor azotaba en demasía a esos predios.
Pero el amor, ¡ay! el amor: una tarde Alfredo se presentó una vez más en búsqueda de su amada y volvieron a marcharse lejos lo cual mató de dolor a Florentino, quien no aguantó otro desdén y falleció a los meses.
Al enviudar, Benigna esperó un buen rato y casó con Alfredo y, sin ambages, pusieron como residencia la otrora localidad indígena de doctrina.
Con el tiempo Benigna tuvo dos hijos más, pero cuenta la leyenda que Carmencita, su mucama más cercana y mujer del capataz, los había parido, y que Benigna los crió como suyos y de Alfredo, quien posteriormente padeció de una terrible enfermedad y falleció.
Más tarde su amada siguió a su adorado esposo, perdonada por sus hijos legítimos y por la comunidad que fue considerada nación de guaiqueríes en época de la conquista.
Rayza E. González R.
correctordetextos2009.blogspot.com